La fascinación occidental por los
samuráis y su mundo nos ha dado películas como esta que traigo esta semana, un
clásico ochentero infravalorado y muchas veces ignorado. El éxito de la serie Shogun en 1980, basada en la novela del
mismo título de James Clavell (y magnífica, así que aprovecho para recomendar
su lectura, así como la recuperación de la serie en la estupenda edición en DVD
que tenemos en España… y en mi estantería) hizo que el gran Toshiro Mifune no terminase su incursión
occidental, aunque tras El Reto del
Samurai sólo participó tres films más en occidente, siendo dos de ellas
co-producciones. Pero ya hablaré de Mifune y su carrera en otra ocasión, ya que
esta crítica se centra en la película mencionada, el debut como protagonista de
Scott Glenn tras participar como
secundario en numerosos films desde 1965. Una película que recuerda en cierto
sentido a Yakuza (1974), ese otro
clásico con el gran Ken Takakura y Robert Mitchum que, al igual que este otro
film, nos muestra ciertos aspectos de la cultura japonesa, pasados por el
filtro norteamericano, claro.
Glenn interpreta a un boxeador
que es contratado para devolver una katana a Japón gracias a sus habilidades
como luchador y se verá involucrado en la lucha entre dos hermanos por el
control de dos espadas gemelas. De esta forma, sus guionistas, John Sayles
(actor, guionista y director) y Richard Maxwell, nos van mostrando la cultura
tradicional nipona a través de los ojos del protagonista, acompañándole en un
viaje que le cambiará para siempre. Es evidente que uno de los mayores
atractivos de esta película es la presencia de Toshiro Mifune, el icono por
excelencia del samurái en el cine japonés y que aquí interpreta, como no podía
ser de otra forma, al maestro que acogerá al norteamericano y enseñará el
camino del samurái. Pero al contrario de lo que puede parecer, no sólo aporta
su carisma y presencia para dejar que Glenn se quede con las secuencias de
acción. Por suerte, podemos ver cómo se luce manejando la katana en las
coreografías del maestro Ryû Kuze, actor,
coreógrafo, coordinador de especialistas y asesor en el uso del sable japonés en
películas como Samurai Assassin
(1965), The Sword of Doom (1966) o Kill! (1968), además de las obras
maestras de Akira Kurosawa Yojimbo
(1961), su secuela Sanjuro (1962) o Kagemusha, la Sombra del Guerrero
(1980) Es evidente que la película, al estar dirigida hacia el público
occidental, tiene técnicas, digamos que más comerciales, pero por suerte, al
ser una co-producción entre Estados Unidos y Japón, tienen una calidad
indudable por encima de lo que Hollywood ofrece cuando no deja que los
japoneses metan mano a sus producciones. Y teniendo a Kuze y a Mifune, es más
que seguro que la calidad de las coreografías es alta. Bueno, de las
coreografías de katana, ya que hay otro coreógrafo que se encargó de las
escenas de lucha sin armas, y no es otro que el mismísimo Steven Seagal, acreditado como Steve y que supuso su primer trabajo
en el cine. Aunque actualmente casi nos de risa (bueno, y sin el casi) debido a
su caída en picado en el cine y su implicación en los escándalos sexuales que
están arrasando Hollywood, Seagal siempre ha sido, es y será un gran maestro de
Aikido (dicho esto, me pregunto por qué no intenta demostrar esto poniéndose
algo en forma y recuperando su prestigio como artista marcial serio, como ha
demostrado en cursos realizados en los últimos años donde no es doblado como sí
pasa en sus films) y en 1982 vivía en Japón, estando muy bien considerado en el
mundo del Aikido aunque fuese un gaijin.
Por ello era la persona ideal para coreografiar las peleas, facilitando el
trabajo directo con el resto del equipo norteamericano. Técnicas sencillas pero
efectivas de Aikido, bien ejecutadas incluso por Scott Glenn, aunque se nota
que no es un experto, lo cual incluso favorece a la película para que nos
resulte más creíble su interpretación. Es más, cuando Glenn lucha, no es el
héroe imbatible que aprende artes marciales y se hace invencible. Si, es buen
luchador y vence a sus enemigos, pero en el enfrentamiento final (tranquilo, no
hay spoilers), no está al nivel de su
contrincante, el villano interpretado por Atsuo
Nakamura (El Más Allá) por lo que la empatía con su personaje se acentúa. No
podemos olvidar al único personaje femenino, Akiko, interpretado por la
hawaiana Donna Kei Benz, a la que
veríamos tres años después como esposa de Sho Kosugi en Ruega por tu Muerte (1985), que cumple, pero con un papel
secundario bastante de adorno.
El director, John Frankenheimer cumple a la perfección con una dirección muy
setentera, a pesar de que fue en la década de los sesenta donde forjó su
filmografía con títulos como El Hombre
de Alcatraz (1962), El Mensajero del
Miedo (1962) o El Hombre de Kiev
(1968) pero curiosamente sí emplea recursos visuales de los ochenta como la
exageración en las consecuencias del uso de la katana, cercenando y rajando de
forma que ofrece secuencias con cierto toque gore. El director, además, fue muy
cuidadoso con los detalles japoneses, y según cuenta uno de los guionistas,
John Sayles, viajó a Japón para sustituir los ideogramas chinos que habían
puesto en el guion por los japoneses originales en sólo cinco días, además de buscar
las localizaciones y reescribir el guion mientras Mifune se llevaba a todo el
equipo a cenar. Esta meticulosidad se agradece mucho, ya que al contrario de lo
que suele suceder en Hollywood, es muy respetuosa con todo, a pesar de algunos
elementos menores occidentalizados, por lo que los amantes de la cultura
japonesa se sentirán identificados con el personaje, deseosos de ser ellos
quienes aprendan lo que el protagonista de la película aprende. Tenemos además elementos
de thriller en la figura del villano,
alejado de la tradición para así enfrentar a los dos hermanos, uno anclado en
el pasado y otro en el presente. Es más, la figura del protagonista es un
puente entre ambos, ya que mientras que Mifune y su escuela usan armas
tradicionales (katanas, arcos y flechas, e incluso armas arrojadizas similares
a los shuriken ninja, las famosas estrellas),
sus adversarios van armados con pistolas y ametralladoras. De esta forma, a
pesar de aprender a usar la katana, Rick, el protagonista, alterna la espada
con las armas de fuego, dejando claro a Yoshida (Mifune) que los tiempos han
cambiado.
Antes de terminar, algunas
puntualizaciones o curiosidades, como el remontaje para televisión del propio
director, con menos metraje y cambio de título, Sword of the Ninja, con menos momentos de casquería y violencia, el
rodaje en el Templo de Shokokuji o el trabajo del director de fotografía, Kôzô
Okazaki, el mismo de Yakuza, por lo
que es normal que este film nos recuerde al de Robert Mitchum. El resto del
reparto tiene caras conocidas de la época, numerosos actores norteamericanos de
origen japonés habituales en series y películas como secundarios, aunque hay un
actor que sólo apareció en este film como actor, Kenta Fukasaku, el mismísimo hijo de Kenji Fukasaku, mítico
director de cine yakuza y de Battle Royale y que tras interpretar al
pequeño Jiro, no volvería al cine hasta 1996 como asistente de director en
series de televisión para debutar como director sustituyendo a su fallecido
padre en Battle Royale: Réquiem
(2003) Resumiendo, una entretenida película de acción, con un equipo de
especialistas japonés de calidad, buenas coreografías marciales, realistas, un
Toshiro Mifune en plena forma, incluso en las secuencias de acción, con un
toque más setentero que ochentero y que nos demuestra la influencia que ha
tenido en producciones posteriores como Presa
de la Secta (1995) o las dos entregas de Ninja con Scott Adkins en lo referente a ver a un occidental
conocer la cultura tradicional japonesa, salvando las distancias. Un pequeño
clásico a reivindicar.
NOTA: 7’75
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